Don Jaime de Nevares explica qué pasa con los Mapuches 

Los Dueños de las Pampas se Convirtieron en los Hombres del Pedrero

Por Araceli_Bellotta – 5 diciembre, 2017 

Hace 46 años —¡casi medio siglo!—, en 1971, el obispo de Neuquén monseñor Jaime de Nevares, a quien los pobladores llamaban cariñosamente “Don Jaime”, dio a conocer un documento sobre las comunidades mapuches que habitaban en ese territorio, en el que plantea con claridad cuál es el conflicto que hoy las autoridades nacionales parecen desconocer. Este es el texto de sus reflexiones, que bien podría repetirse en el presente con el agravante de que hoy sí se gastan balas para matarlos:

“Neuquén, la ‘Provincia de los Grandes Lagos’, el lugar donde estuvo el Paraíso, el ‘Edén de los turistas’, es una de las provincias argentinas donde la mano de Dios fue más pródiga en derramar bellezas y riquezas. Los ‘slogans’ turísticos nunca han sido mejor aplicados.

Pero, al mismo tiempo, es una de las provincias donde abunda más el raquitismo infantil, la tuberculosis, la hidatosis, el bocio, donde la diarrea estival hace estragos diezmando las cunas de las familias humildes. Aquí sí, no todo lo que reluce es oro.

¿Por qué este contraste? Es muy fácil explicarlo: una es la mano de Dios y la otra es la mano de los hombres. De los habitantes de la provincia, los más castigados con estos verdaderos flagelos, son los indígenas ‘mapuches’ (hombres de la tierra). Su mismo nombre es una paradoja; porque ellos, que eran los dueños de estas tierras a la llegada del blanco (huinca), han sido acorralados en el sentido estricto de la palabra en tierras llamadas ‘reservas indígenas’, que son en su mayoría verdaderos pedreros yermos.

Los ‘dueños de las pampas’ se convirtieron así, a la llegada del blanco, en ‘los hombres del pedrero’. Lejos de integrarlos a la civilización se los fue arrinconando más y más hacia las peores tierras, mientras las fértiles se las repartían en Buenos Aires entre las familias de los expedicionarios o se vendían. Nadie pensó en ellos, a excepción de los Misioneros, quienes debieron luchar con toda su influencia para que no los aniquilaran poniendo precio a sus cabezas. Se estaba abriendo paso a la civilización. Lamentablemente, también hoy se sigue abriendo paso. Ya no hay tiros, porque como dice actualmente el capataz de una estancia de Neuquén ‘los indios no valen el precio de una bala para matarlos’. Y decimos que en la Argentina no hay racismo y nos escandalizamos cuando lo vemos reflejado en los diarios, sucesos y películas de otros países.

Nos llaman negros de…’ se quejaba al Misionero una niña indígena hace pocos días (y estamos en 1971). ‘Indios de…’ es el apelativo que emplean cuando se refieren a ellos, me dijo el sacerdote en cuya zona hay cinco reducciones indígenas.

Siguen viviendo arrinconados, pero no solamente en sus propias tierras, sino en su miseria, en su despersonalización, en su complejo de inferioridad ante el blanco. Arrinconados en su raza, como se arrinconan en un museo las piezas de una cultura antigua o las momias de una raza desaparecida,

¿Quién es el culpable?

Todos. Los que lo explotan de cerca y los que lo hacen de lejos. Los primeros, los cercanos, son los tan mentados ‘bolicheros’, verdaderas garrapatas del indio, les canjean por migajas de harina, yerba o sal, los frutos de sus trabajos manuales: hilados, tejidos, vasijas, que se venderán a los turistas a precios altísimos o en las grandes vidrieras de Buenos Aires por precios mayores aún. Ante ellos ya no hay queja posible, porque con el ‘si no lo querés, andate’ juegan con el hambre y la necesidad. Y no faltan los que teniendo tierras vecinas a las ‘reservas’ corren los alambrados y les roban a los indígenas lo poco que tienen; sería interesante hacer un catastro y revisar los límites de las reservas. Habría novedades que a más de uno dejarían en descubierto. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?

Luego están los explotadores esporádicos, los ‘antropólogos’, para quienes el indio es un objeto de estudio, una pieza de museo. Son los que hacen su ‘currículum’ a costa del indígena. Llegan a Neuquén todos los veranos en equipo con preciosas carpetas cargadas de preguntas. Hacen visitas protocolares, que también ponen en su ‘currículum’ a toda personalidad que les pueda enriquecer su ‘bla, bla’. Van luego a las tribus con su bagaje inquisitorio y sus encuestas. Molestan al indígena que ya está harto de preguntas y quiere respuestas; molestan a los grupos de Acción Misionera Argentina que trabajan con ellos los veranos; molestan a los Misioneros que ya los han ‘calado’ pero ellos no cejan en sus ‘estudios’ porque tienen que justificar las suculentas becas que consiguen para hacer turismo antropológico. Son modernos mercachifles de la cultura que ‘juegan al indio y al antropólogo’ entre comillas, porque los verdaderos no abundan.

Un capítulo especial para las ciudades lo forman los ‘indigenistas’ que hacen reuniones y más reuniones; que viven del indio en plena ciudad, y dan conferencias, charlas, cursillos y congresos indigenistas, y toda una gama de elucubraciones sobre la vida y costumbres indígenas para alimentar su hambre de cultura nativista y folklórica.

Entre tanto el indio sigue su agonía y los ‘indigenistas’ siguen hablando de él con entusiasmo y emoción. De estos mismos defectos adolecen los organismos oficiales que planifican en sus regias oficinas con aire acondicionado o buena calefacción entre pilas de expedientes rigurosamente confeccionados por expertas dactilógrafas, lo que se debería hacer para que no se note tanto esa mancha que nos ensucia un poco a todos los argentinos.

Mapuches siglo XX

No faltan los que dicen que el gran culpable de todos estos males es el mismo indio: por haragán, desconfiado, mentiroso, borracho… No son todos santos los mapuches, como no lo somos tampoco nosotros, los ‘civilizados’. Pero es muy difícil que nos sonría, no nos mienta ni desconfíe de nosotros aquel a quien todos esquilman, explotan y menosprecian. ‘Es haragán’, dicen, mientras lo hacen pasearse en los crudos inviernos de boliche en boliche y de casa en casa, hasta que ellos ‘aflojan’ los preciosos tejidos, fruto de muchos días de trabajo, por un engañoso trueque del cual no pueden liberarse. Los ha arrinconado en zonas donde el trabajo no abunda. Cuando logran conchabarse como peones en las estancias son eficientes, diestros con el lazo, buenos esquiladores. Están en lo suyo: son los hombres de la tierra. Cuando se los estimula hacen sus huertas, siembran trigo, ponen alambrados, cuidan la higiene y la salud de los niños. Lo hemos visto este verano en Ruca Choroy (casa de los loros). Pero al mismo tiempo carecen de lo indispensable y vienen arrastrando toda una colección de necesidades, de generación en generación.

Es evidente que por sí solos y en las condiciones de vida, tierra y clima que deben soportar, difícilmente puedan superarse y salir de la infrahumanidad en que viven. ‘¿Qué tal los chicos?’ —le preguntó a la indígena de Ruca Choroy una Misionera. ‘Los tengo con diarrea en la cama’. Y entró, los vio tirados en el suelo, sobre unos cueros de ovejas. Esas eran las camas. Y esa es la cama de la mayoría allí. Tampoco tienen muebles de ninguna especie. No es abandono, sino necesidad. Toda madera va a parar para el fuego que entibia la casa (ruca) durante el crudo invierno que cubre todo de nieve desde abril hasta octubre. Las paredes hechas de caña y barro son muy endebles para resistir las lluvias y nieves; nada digamos de los techos de paja que dejan colar el frio, la humedad y el agua. ¡Y pensar que están rodeados de bosques! Por supuesto que no pueden sacar leña porque Parques Nacionales se preocupa de que la flora y todo el paisaje no sufra detrimento. Todo debe ser conservado para solaz de los turistas. Lo que les pasa a los indígenas no es su competencia.

Al exclamar embelesado la primera vez que fui a Ruca Choroy: ‘¡Qué paisajes hermosos tienen ustedes!’ el Cacique respondió: ‘Sí, pero de nada valen con el estómago vacío’. Para colmo de los males este año no hay piñones (fruto de la araucaria, Pehuén) que son el alimento primordial para esta gente durante el invierno. Los conservan frescos por mucho tiempo enterrándolos. Los muelen o los comen hervidos. Este invierno va a ser muy duro para los mapuches.

(…) Los Misioneros hacen visitas periódicas a la mayor parte de las reservas y el Obispo, así como los Misioneros, son portavoces de las necesidades y problemas indígenas ante las autoridades. ‘El milagro de la multiplicación de los panes que un día hizo Jesús, hoy lo repiten los hombres de corazón generoso’, dijo Paulo VI desde la India.

También los mapuches esperan de los corazones generosos el milagro que los saque de su estado de hambre y subdesarrollo. Los cristianos tenemos una palabra que decir ante este drama; no podemos quedarnos callados”.

Jaime Francisco de Nevares
Obispo del Neuquén

Fuente: De Nevares, Jaime obispo de Neuquén. Documento No Callar, 1971. En La verdad nos hará libres. Centro Nueva Tierra. Bs. As. 1994.

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Fuente: El Presente de la Historia.